miércoles, 25 de abril de 2018

EL PREGÓN

Pretender que nada cambie, que todo siga siendo igual, que siempre todo siga siendo igual, es la peor estrategia para enfrentarte al futuro y a tu propia vida. Es colocar detonadores es las suelas de tus zapatos. Hasta el más eléctrico y pasional amor juvenil muere, acaba despeñado en el abismo del desamor, si no muta con el tiempo, si no se transforma en amor adulto, en otro tipo de amor. Cambiamos, afortunadamente, sí, afortunadamente. Nos construimos, o nos deformamos, también es posible, a lo largo de los años y sus cosas, y a través de las personas que nos rozan, y como ese pez anaranjado y monótono nos adaptamos al tamaño de la pecera que nos acoge. Las ciudades también cambian, mutan, o tal vez sería más correcto decir que deberían cambiar. Las ciudades deberían ser cada vez más integradoras, más cómodas para una amplia mayoría de sus habitantes. Y no me refiero solo, que también, a sus avenidas, colegios, centros comerciales, recursos sanitarios o a su mobiliario urbano. Las personalidades de las ciudades, sus estándares sociales, también cambian, deben cambiar, aunque sigan manteniendo sus características peculiaridades, todo es posible. Durante demasiado tiempo, demasiado y demasiado tiempo, hemos pretendido que nada cambiara en Córdoba, absolutamente nada, y hasta hemos echado de menos no despertarnos cada mañana con una lata en la mano para regar los geranios de nuestro patio de vecinos. Convertimos nuestras señas de identidad en un duro caparazón con el que aislarnos del exterior, y aún no sé si por miedo, desconfianza o desconocimiento, o por una mezcla de todo. Conseguimos, consiguieron, que algunas generaciones de cordobeses no se sintieran cómodos en la denominación de origen que vendían con ignorante orgullo, como si se tratara de una marca que cotiza en el mercado de las emociones, siempre a la baja. Cuando hay que huir de la ‘retórica gastada’ porque esa ya está mil veces escrita.
Pablo García Casado pasará, y quedará, como un renovador de la poesía porque definió una poética propia para contar asuntos que la poesía ya había contado, pero que no había contado con la visión, percepción, del hombre actual. Pablo renovó la poesía, la ‘retórica gastada’, no se conformó con contarlo como ya lo habían contado anteriormente, tantas y tantas veces. Y el pasado día 17, en el Alcázar, del mismo modo, renovó el pregón, que es un género más complicado de lo que uno podría llegar a imaginar, y es que corres el peligro de que tres líneas después tu pelo blanquee y no precisamente porque se te ha llenado de canas, que también. Pablo pronunció un pregón conciliador, inclusivo, qué hermosa palabra, dando voz y luz, protagonismo, a más de una generación de cordobeses que no nos hemos sentido identificados con esa denominación de origen del pasado, porque simple y llanamente no la hemos vivido. Cordobeses que no nos hemos criado en las tabernas, que no sabemos jugar al dominó, o sabemos poco, que nunca hemos sentido Fátima o Ciudad Jardín como elementos extraños, que sabemos que las leyendas tan nuestras también son leyendas de Granada, Cádiz o Tarragona, porque tenemos conciencia de que el mundo no termina en El Higuerón, porque, y tomando prestadas palabras del poeta, no creo que haya nada que nos haga diferentes a todos los seres humanos de la Tierra. Y contextualizar a Córdoba en ese amplio mundo es una lección que todos deberíamos aprender, pero desde la naturalidad, no sintiéndolo como un desafío o una competición.
El poeta vino a decirnos que se puede ser cordobés de muy diferentes maneras, y que todas esas maneras son absolutamente válidas, ya que nadie tiene en propiedad el patrón y quien así lo considere está despreciando al resto. Tenemos que agradecerle y mucho a Pablo García Casado su pregón porque es el discurso de una nueva Córdoba, porque como antes mencionaba las ciudades también son las personas que las habitan, y que todas tengan y tengamos voz es el gran objetivo, porque de este modo cada día seremos más construyendo sociedad. Hablemos de incluir, ese hermoso verbo que deberíamos conjugar en todas sus formas, especialmente en sus tiempos presentes y, sobre todo, futuros. Eso es lo que hizo Pablo García Casado el pasado día 17, incluirnos a todos, construir sociedad. 
 

viernes, 20 de abril de 2018

TRILOGÍA DE LA GUERRA


Si tuviera esa manía tan extendida de subrayar los libros y que no tengo porque me recuerda a mi época estudiantil que tanto aborrecí y aborrezco, tendría que haber trazado una sola línea, que tendría que haber recorrido de principio a fin las casi 500 páginas de Trilogía de la Guerra, de Agustín Fernández Mallo, la novela con la que ha conquistado el prestigioso premio Biblioteca Breve. Una obra, crepuscular, que va a entusiasmar a sus lectores de siempre y que le va a reportar, con absoluta certeza, un sinfín de nuevos lectores. Y es que Trilogía de la guerra es un maravilloso y fastuoso artefacto no solamente literario, también lo es antropológico, artístico o científico, que lo abarca casi todo, del hombre de Neardental a una bolsa de Kentucky Fried Chicken, de las Meninas a una canción de Sparklehorse, de las pinturas en las cavernas a una imagen en tres dimensiones. Y no por ello deja de ser una novela muy asequible, gracias a la habilidad, al inmenso talento de Agustín que lo cuenta todo muy bien, de una manera muy pedagógica, demostrando que la Literatura no tiene que ser un ámbito complejo o áspero para el lector. Es Trilogía de la Guerra, y es algo que cuenta, y mucho, en el haber de esta novela, un espléndido elogio de la ficción. Yo he leído la obra de Mallo como si todo lo que sucede, como si todos sus personajes, fueran reales. Todo me lo he creído, todo lo entiendo como posible, de principio a fin, y esa es la mayor habilidad que tal vez puede tener una novela: envolver la ficción con la naturalidad de la realidad. Y lo hace, lo logra, a través de una galería de personajes con personalidades muy marcadas, con los que no tardamos ni un segundo en empatizar, a pesar de las evidentes y manifiestas diferencias que podamos encontrar con ellos; y lo hacemos a través de la interminable sucesión de historias que nos encontramos, una detrás de otra, como una red que se extiende de un lado a otro, en constante crecimiento y movimiento.
A cualquier expresión artística, de una canción a un poema, le pido, o me conformo, escoja, que me emocione, y Trilogía de la guerra me ha regalado muy diferentes emociones: he sonreído, he llorado y he reído a carcajadas, hasta con lágrimas en los ojos, leyéndola. Me encantaría poder reproducir algunos de esos delirantes pasajes, pero la solidaridad con el posible lector me lo impide. También me ha regalado un buen puñado de sueños. Ha comentado Fernández Mallo en alguna de las muchas entrevistas que ha concedido en las últimas semanas que sea cual sea el formato de la obra a la que se enfrenta siempre lo hace desde la poesía, sintiéndose poeta. Algo que demuestra en Trilogía de la guerra, que en gran medida se puede considerar como un inmenso poema que estira y estira, hasta el borde del absurdo, hasta situarlo en un punto nuevo, que ha descubierto el escritor gallego, y en el que despliega toda su magia. Indicaba anteriormente que Trilogía de la guerra es una obra pedagógica, y lo es porque se trata de una magnífica radiografía del mundo que nos ha tocado vivir, así como un homenaje a las grandes referencias culturales de los últimos cien años, a través de algunos de sus más ilustres personajes, Lorca, Sebald, Dalí, Einsten, Marx, Ginsberg o Borges, o a través de sus manifestaciones, como pueden ser el realismo mágico, la literatura de viajes o el diario.
Es Trilogía de la guerra una novela tremendamente optimista, vitalista. Agustín, a través de sus páginas nos muestra que el mundo que tenemos, a pesar del ruido de fondo, a pesar de sus miserias, a pesar de las dolorosas y trágicas migraciones, a pesar de Trump, Putin, Berlusconi y demás, es el mejor mundo que el hombre ha conocido. Y solo por eso, tal vez sea bueno mantener viva la llama de la memoria, y recordar ese ayer horrendo donde el ruido de fondo lo constituían las guerras. Igualmente, es una novela que tiende a la universalidad, que cuestiona los nacionalismos fanáticos, ya que nos habla de un mundo en red, interconectado, global. Pero por encima de todo, es Trilogía de la guerra una obra que reivindica la literatura, el poder de la palabra escrita, y que disfrutará cualquier lector que acceda a ella sin ningún tipo de prejuicio, como quien toma asiento en una de esas atracciones en las que no sabes lo que te vas a encontrar al siguiente metro. Un viaje apasionante.


El Día de Córdoba

miércoles, 11 de abril de 2018

MÁSTER EN BRONCAS


Qué sería de nosotros sin los memes. Aunque también podríamos formular la pregunta de otra manera, pero me temo que la respuesta ya sería menos agradable. Menos graciosa. Hemos vivido una semana de broncas públicas, políticas y reales, y hasta de la realeza. Luego tenemos esas otras broncas, privadas, de mesa camilla, o bajo el edredón, pero que cada palo aguante su vela, dice el refrán. Ni tocarlas, que a nadie interesan. El meme de la Reina Letizia y la Reina emérita Sofía como unos personajes más de Las Meninas de Velázquez me parece una auténtica maravilla, casi al mismo nivel que el gol de Cristiano. Bueno, no tanto, el gol del futbolista portugués lo sitúo por delante. Se pueden hacer mil y una interpretaciones de las imágenes que todos hemos visto, porque todos las hemos visto, de la trifulca entre las reinas pasada y presente, y hasta se pueden establecer bandos, todo es susceptible de interpretación, faltaría más. Lo hace porque le impide a la Princesa de Asturias saludar a una señora, lo hace porque es mala malísima, pero ella es suegra de manual, y anda que como le limpia la frente después del beso, escoja el comentario o interpretación. Comentarios e interpretaciones, todas ellas, que no consiguen ocultar la realidad, lo visible:  quedó en evidencia que entre ellas existe una pésima relación y, sobre todo, que es lo único que nos debería importar, porque a mí al menos me da exactamente igual cómo se lleven, que no es admisible que la Familia Real ofrezca esa imagen, tan mala, de tangana en cena de Nochebuena, públicamente, a la vista de todos. Tras la avalancha de memes recibidos en los últimos días, me temo que la Reina Letizia no es que cuente con su propio elefante, es que tiene toda una manada. Y sin tener que viajar a Botswana.
Más bronca. Quien puso la mano por Cristina Cifuentes y su máster está ingresado en el hospital con quemaduras de segundo grado. La dirigente conservadora se empeña en defender lo indefendible y en justificar lo que no tiene justificación, y para mantener su honra o lo que sea a salvo no ha dudado en arrastrar por el fango a toda una Universidad. ¿Quién vale más? Valgo yo mucho más, se respondió Cifuentes ante el espejo, en la planta noble de la calle Génova. Lo de Cifuentes surge de esa tan extendida moda de la titulitis, o la obsesión por justificar mediante un título enmarcado que se poseen tales y cuales habilidades, previo pago por caja y a golpe de riñón, que baratos, lo que se dice baratos, no los había, al menos en el pasado. Ponga un máster en su vida, alguien gritó, y todos corrieron a apuntarse. Eso sí, todos ellos con nomenclaturas estratosféricas, de relumbrón absoluto, que un máster con denominación humilde no es admisible. Yo no tengo ningún máster, ni jamás lo tendré, porque la realidad es que nunca me lo he planteado. Mi máster se desparrama en las baldas de las estanterías y como una nieve polvorienta cubre los libros leídos; mi máster viaja en las ruedas y asas de mis maletas, y en el surco de mis discos, cuando los cosquillea la aguja de mi plato. Mi máster lo he cursado en salas de cine, en festivales varios, en exposiciones y congresos, en el teclado del ordenador, mirando, oyendo y, sobre todo, escuchando, parece que es lo mismo y no. Mi máster está en mi cabeza, y también lo tengo desperdigado por las librerías y las bibliotecas, o en esta tribuna. En esto, he de reconocer que me siento un privilegiado. Mi máster lo he pagado con miles de horas, con sudor y lágrimas, con otra vida al otro lado de la vida. Ofreciendo un cacho de mi propia vida, que no es poco.
Las instituciones, cualquier tipo de organismo, ya sea público o privado, todas las personas con significación social, por el motivo que sean, se construyen y dignifican por sus trayectorias, por sus hechos, indiscutiblemente, pero también por sus gestos y por la imagen exterior que nos ofrecen. Y tanto la bronca viralizada en la Catedral de Palma de Mallorca como la bronca suscitada por el mástergate de Cifuentes no hacen más que añadir motas de polvo, y hasta de moho, a instituciones y estamentos que deberían estar limpios y brillantes, como las patenas del refranero popular. ¿Cómo es el lema de la Real Academia Española de la Lengua? Pues eso, a utilizar el estropajo y a frotar, hasta que brillen.

miércoles, 4 de abril de 2018

CLUB DE LOS PARAGUAS PERDIDOS


Nunca llueve a gusto de todos, dice la centenaria sentencia popular, aunque en el pasado mes haya llovido para disgusto de casi todos, que puede ser una nueva reinterpretación de la centenaria sentencia popular. Digo esto y pienso en todos los paraguas que he fotografiado en las últimas semanas, algunos de ellos en condiciones muy lamentables, los pobres. Olvidados, perdidos, abandonados, tirados, incluso maltratados. Los he encontrado de todos los colores y tamaños, en lugares insospechados, pero también en mitad de un acera, a la vista de todos, como si fueran invisibles. Vilmente ignorados. Elegantes y canallas, sofisticados y grotescos, artesanales y low cost, he visto a los mejores paraguas de su generación arrumbados bajo la lluvia, en mitad de un charco, como si tal cosa, olvidadas ya todas las horas de abnegado y fiel servicio. Este sentimiento, entre lastimoso y reivindicativo, hacia los paraguas comenzó una tarde de jueves, 9 días después de que comenzase esta concatenación de  lluvias y viento –el gran enemigo de los paraguas- que va a camino de convertirse en una nueva estación, si nos atenemos a su duración y perfilada personalidad –de invierno primaveral, o algo así-. Hasta entonces, mi relación con los paraguas había sido nula, por no decir inexistente, y jamás les presté la debida atención o les mostré sentimiento alguno. La indiferencia es hija de la ignorancia. El que me acompañaran era sinónimo de fastidio, de obligación indeseada, y por eso puede que no sintiera el menor remordimiento al perderlos en cualquier cafetería, tienda o cine. Solo me fastidiaba el dinero perdido, en el caso de haberlos comprado, porque los recibidos como regalo de alguna institución o marca publicitaria ni los echaba en falta, porque jamás les llegué a prestar la menor atención. Como si nunca hubieran existido.
Aún hoy soy incapaz de explicar o de argumentar la combinación de circunstancias que tuvieron lugar aquella reciente tarde de jueves para que mi percepción hacia los paraguas cambiara tan radicalmente. Lo cierto es que cuando vi a ese paraguas de toldo azul marino y elegante mango de madera, caoba, abandonado junto a la boca de una alcantarilla algo se removió en mi interior, y una sensación desvalida y punzante, una melancolía hiriente, desgarradora, se apropió de mí. Y pude ver una pareja, o tal vez fuera una madre con su hijo, o un abuelo con su nieta, o dos jóvenes enamorados, o una mujer sola, en realidad creí ver a muchas personas, a la intemperie, empapadas por la intensa lluvia, sin su paraguas protector. Sensación que se repitió, y que fue en aumento, al descubrir que la presunta excepcionalidad pasaba a ser una legión de paraguas perdidos, desvencijados, abandonados sobre en asfalto, de todos los tamaños y colores. Y un sentimiento de orfandad, para con los paraguas, pero también hacia todas esas personas presuntamente desprotegidas se adueñó de todo mi ser, y hasta ahora. Esa tarde de jueves marcó un antes y un después en mi relación con los paraguas. 
Con la intención de que sus propietarios tuvieran conocimiento de su pérdida y localización, comencé a fotografiar los paraguas perdidos que encontraba a mi paso y a compartir las imágenes en las redes sociales –que han sustituido a las fotocopias grapadas en los postes de madera-. Así fue como encontré a Ana, primero, a Manolo a continuación, también invadidos por el mismo sentimiento, como si se tratara de una epidemia emocional que no requiere de contacto para su contagio. Así es como ha nacido el Club de los Paraguas Perdidos que usted puede contemplar en las diferentes redes sociales. Tal vez encuentre ese paraguas que una tarde de jueves o de domingo o una mañana de sábado extravió, o tal vez encuentre un sinfín de posibles historias, de todos los géneros y poéticas, dramas e historias de amor, rocambolescas aventuras e intrigas urbanitas, tras las imágenes de los paraguas que forman parte de este club. Recuerdos, fragmentos de vida, tiempo compartido, que el viento o el olvido arrancaron de su mano.

El Día de Córdoba